Prólogo de MªCarmen Millán

Este libro lo componen una serie de relatos basados en unas bellísimas historias, que describen el gran viaje hacia el interior de uno mismo y también de su propio destino, una vez finaliza o no, la vida física. Y esto lo hace por unos lugares mágicos que nuestra propia mente creadora nos hace vivir.
Cada persona tiene su propio "bosque", creado a medida, según su forma de vida y pensamiento. En nuestras vidas cada ser humano pasa por unos procesos de muerte, de algunas partes que configuran su Ser. Tenemos la maravillosa posibilidad de construirnos constantemente destruyendo aquello que en ciertos momentos de la vida ya no nos es útil y así, eliminarlo, dejándolo morir para que en su lugar renazca la nueva parte de nosotros mismos que decidimos ser.
Esto no es fácil. Existen muchas resistencias para ello, pero es un poder que se nos ha otorgado para nuestra propia realización y evolución como individuos. Este proceso nos lleva a un lugar en el que tenemos que decidir como morir y como renacer, "nuestro propio bosque". Un lugar mágico donde nos hacemos conscientes de aquello que hemos sido y debemos dejar marchar.
El bosque nos otorga un emplazamiento en nuestra propia mente para conocernos y reconstruirnos. Lo mismo que ocurre con la muerte física, en la que también tenemos nuestro propio bosque de tránsito. Aquí nuestra mente crea esos espacios seguros para realizar ese tránsito de forma adecuada, a nuestras formas de pensamiento y a como nos hemos desarrollado como individuos en nuestra vida terrenal. La inmensa mayoría de las personas, debido a arquetipos religiosos, a quienes ha interesado crear y fomentar el miedo a la muerte, tiene serias dificultades para emprender este precioso viaje hacia el Ser en el instante de desencarnar. El campo mental crea su propia realidad, adaptada como una continuidad sin fin de la vida que hemos vivido.
Creemos que no sabemos que hay detrás de la muerte pero no es cierto, hemos muerto y nacido muchas veces en innumerables vidas, pero no lo recordamos, y aprovechanmos esta falta de memoria, por otra parte necesaria, las religiones y ciertos poderes nos han mostrado la muerte como un camino duro que en realidad nadie conoce. Sugestionándonos en la existencia de un cielo y un infierno que nos aguarda dependiendo de si hemos sido buenos o malos. Cuando en realidad, somos nosotros mismos quienes creamos nuestro propio cielo o infierno interior.
La mágica realidad es, que siempre nos esperará un cielo hermoso, en el que podremos conocer todo lo grande y pequeño que somos realmente. Es el fantástico lugar donde nos hacemos conscientes de nosotros mismos, de lo que somos y de cómo somos. Según como hayan sido nuestros pensamientos, palabras, obras y omisiones, así renaceremos. Es lo que se denomina autoconsciencia.
En ese proceso de reconstrucción no estamos nunca solos, siempre nos hallaremos rodeados de luz y de seres maravillosos dispuestos a ayudarnos a equilibrar nuestro camino.
Y así, volceremos a nacer, con el encargo de mejorar y aprender aquello que en su momento fue un error de aprendizaje. La muerte nos permite reinventarnos de nuevo, para avanzar y estar cada vez más cerca de aquello que realmente somos, no del personaje que creemos ser.
Todas las muertes son una oportunidad para volver a empezar, no un final. En nuestras vidas morimos constantemente avanzando por nuestras etapas. Muere la infancia para dejar pasar a la adolescencia, muere la adolescencia para dejar pasar a la madurez y cuando llegamos a la vejez nos damos cuenta de que quizás nos gustaría tener una segunda oportunidad. No tenemos una segunda, sino muchísimas oportunidades para empezar de nuevo en este precioso y gran viaje que es la vida, en el cual todos estamos como Ulises, intentando volver a Ítaca, de donde venimos.
Nos cuesta deshacernos de actitudes en nosotros mismos, esto nos conduce a vernos en medio de un bosque donde existe un lago y nos vemos con una barca en medio de ese lago, sin poder alcanzar la orilla, asustados por nuestros imaginarios fantasmas. Creemos que tenemos que luchar contra el lago, cuando lo cierto es que sólo tenemos que dejarnos llevar por la corriente, ésta siempre nos llevará al lugar correcto. Aunque en ese momento, en el que estamos viviendo el acontecimiento no tengamos entendimiento del efecto desencadenante. Esa es la magia de la vida. Todo muere. Todo perece para dejar paso a lo nuevo. Ese paso es la consciencia, cuando nos hacemos conscientes de algo, en realidad lo anterior ya ha muerto.
Muere el día para que llegue la noche y muere la noche para que llegue el día. El ciclo de vida y muerte se repite constantemente en nuestras vidas y en todo lo que nos rodea, entonces ¿porque le tenemos miedo a algo tan natural...?
Estos fantásticos relatos nos dan claves para conocer mejor como es nuestro propio Bosque, nuestro Bosque del Tránsito.
La vida tiene un orden perfecto y esa perfección no podría existir sin la muerte. El resultado es la Transformación.

Adán, Autoconsciencia. El descubrimiento de uno mismo


El deshielo había iniciado su lenta agonía. Descarchaba la superficie a intervalos armoniosos, dejando bajo su manto una nueva capa y así hasta varios centímetros inacabables de blanco y transparente frío. Escarbó con la punta de una pequeña fusta maltrecha. No renunciaba a ver que se ocultaba allí abajo. Sus extremidades temblaban. Sus párpados escarchados, difícilmente le permitían ver con claridad. Se frotó por centésima vez los ojos obnubilados y centró su mirada en ese pequeño pero ya profundo socavón que con destreza estaba modelando. Qué suerte tuvo al encontrar aquel madero, seguramente un resto de la poca vegetación que en otro tiempo debió existir por aquellos parajes. Cesó unos instantes con el fin de tomarse un breve respiro. Aprovechó para tumbarse bocarriba y así gozar del azul penetrante de aquel cielo y de los frágiles y a la vez intensos rayos que el astro mayor tenía a bien descargar sobre su curtida piel. El resto del cuerpo quedaba a buen recaudo gracias a las vueltas de pieles de oso con las que logró cubrirse durante todos aquellos años de dura soledad. Había aprendido a hacerse unas cómodas botas peludas de caña alta, hasta la rodilla y suela de cuero cosida y reforzada con tripa seca. También aprendió, gracias al instinto de supervivencia, a cazar con sus propias manos aquellos deliciosos pescados que se agrupaban en manadas buscando a su vez alimento.

La curiosidad, pero sobre todo su constancia, le hicieron reanudar su trabajo con la fusta. Siguió escarbando, lentamente, la capa de nieve era densa y demasiado dura como para ceder fácilmente a su propósito. Mientras su mano diestra, acostumbrada a horas de trabajo se disponía a encontrar algo bajo aquel frío suelo, su mente no cejaba en dar vueltas a lo que había sido su vida hasta aquel momento. Creyó recordar que antiguamente, cuando contaba muy pocos meses de existencia, su madre, una bella nereida, había emitido algún sonido que parecía salir por su boca. Era tan grato aquel recuerdo, que por suerte, lo mantuvo grabado en su mente siempre. La extraña voz de su madre, bien pudiera asemejarse a una melodía. La belleza de sus entrañas, parecía surgir de profundas cavernas, nunca antes conoció nereida más amorosa y tierna.
En cambio, de su garganta solamente se elevaban guturales sonidos sin sentido, que más parecían los gruñidos de esos espantosos osos que a menudo le hacían temblar de miedo, sin saber porqué. Suerte tenía que la experiencia le había enseñado a refugiarse en lugares de difícil acceso para aquellos animales gigantescos y sin escrúpulos. Desde la desaparición de su madre, nunca se cruzó con persona alguna. Le extrañaba que su aspecto fuera tan diferente al de ella, de tez pálida, ojos claros, nariz pequeña, extremidades delicadas, cabello lacio y brillante y pechos prominentes. Fue hace mucho, el día que descubrió su imagen reflejada en las aguas, cuando se percató de las diferencias. Su piel era oscura, arrugada y áspera. Sus ojos eran negros como el carbón, su nariz grande y afilada, sus extremidades fuertes y musculosas, su cabello ondulado y encrespado y… él no tenía pechos, sus pechos eran planos ¿cómo era eso posible…? Aquel cúmulo de preguntas lo mantenían en una constante búsqueda. Recordaba a la perfección a su madre, sus pechos, esos que un día le dieran alimento. A veces soñaba con su cara, con su cálida sonrisa y sus manos delicadas que le acariciaban dulcemente mientras entonaba una tierna melodía que lo sumía en un profundo sueño, plagado de melancolía.

Se sintió, de repente agotado. Su mano adormecida por el contacto con el hielo se mostraba torpe e inoperante. Aún así, se alegró. Había conseguido profundizar más de lo que creía. Quiso medir sus avances. Colocó su mano zurda con la palma abierta y estirada de forma que el pulgar quedara en la superficie y con el meñique alcanzar el otro extremo. Estiró la palma lo más que pudo sin conseguir llegar el final del agujero. Aquello significaba que la profundidad superaba su palmo. Se felicitó a si mismo. Nunca hasta entonces se le había ocurrido buscar que se ocultaba bajo aquella capa de nieve en aquella zona alejada de su guarida. Se había limitado a vivir en su cueva y a moverse por los lugares que quedaban al alcance de la vista. En épocas de calor se habían producido grietas en la superficie que habían dejado al descubierto el agua y los peces. Pero nunca se le ocurrió adentrarse en aquel paraje. Lugar donde nunca antes se fundió la nieve, ni se produjo ningún tipo de hueco que permitiera el acceso al agua salada.

Agotado y alegre a un tiempo, se dio la vuelta para tumbarse de espaldas sobre el suelo, orgulloso de aquel día singular. Había gozado de tantos momentos en aquella posición que conocía a la perfección la situación de cada uno de los astros y estrellas que formaban aquel inigualable manto en el cielo. Por la posición de lo que él llamaba paz, sabía que en pocos días comenzaría la época del deshielo. Era el momento en que aquel astro tan potente, el mayor de todos, se acercaba para mostrarle que existían otras sensaciones que no fueran el frío. Siempre, sin mirarle a los ojos por el respeto que le daba, le agradeció enormemente su acercamiento y caridad, pues si la época de refugio, como él llamaba al tiempo del frío absoluto, durase muchos días más, no hubiera sobrevivido.

Observando las estrellas, pensó en el tiempo y en cuanto sería capaz de medir su estancia en aquel Bosque paradisíaco. Cuando una hermosa luna a unos gajos de convertirse en llena, acudió aquella noche a su amparo, se alegró enormemente. Como si hiciera una eternidad que no se veían las caras. Siempre hablaba con ella y ésta le contestaba con amables palabras que le hacían más llevadera la estancia. Aquel día se preguntó algo extraño. No entendía porque no había dado con ningún ser igual o parecido a él. Si se asimilaba a un astro, rápidamente se daba cuenta que no era hijo de ellos. Si se asimilaba a una estrella, de igual forma tenía claro que nunca podría alcanzar aquellas dimensiones. Si se asemejaba al agua… Quedó pensativo, el agua al menos le devolvía su reflejo, gracias a ella conocía su aspecto, pero ésta era muy especial, en cuanto la tocabas, debía molestarse, pues distorsionaba su imagen de forma brusca impidiéndole palpar su aspecto. Pensó en lo sensible de aquel elemento, que cuando se le antojaba se mostraba sólido e inquebrantable, en cambio en cuanto le daba algo de calor, se derretía convirtiéndose en un preciado y valioso líquido, y para más dificultad, cuando se sometía a una fuente de calor semejante al fuego a la que él llamó luz intocable… inexplicablemente, desaparecía sin dejar rastro, produciendo una especie de bruma que era imposible recuperar. Nunca antes lo había hecho, pero hoy tenía el día inspirado. Se preguntó donde iría a parar aquella bruma procedente del líquido. Tenía claro que no era posible que hubiera desaparecido sin más. Estaba convencido de que se había colado por alguna pequeña grieta y ahora estaba ocupando un espacio antes vacío.

Vacío, pensó. ¿Qué puede significar vacío? Vacío lo comparó a la nada, es decir aquello que no era materia. Siguió cavilando. ¿Existía realmente la nada…? En su aprendizaje había deducido que para que algo exista, forzosamente tiene que existir su contrario. Si el astro mayor, no lo hubiera envuelto con sus rayos, nunca hubiera conocido el calor y por tanto nunca hubiera tenido nada con que comparar las bajas temperaturas de su lugar de origen. Igualmente pensó en la claridad del día y en la oscuridad de la noche. No concebiría una noche eterna, como tampoco un día sin su noche.
Se remontó a su infancia, cuando supo que si no ingería algún alimento su organismo se deterioraría poco a poco. En el momento de sufrir el hambre, supo que una vez resarcida ésta, se pasa al estado contrario, es decir a la saciedad. Lo mismo le ocurrió con la sed. Pero lo que más le impactó de todo fue aquel desagradable pero interesante día en el que descubrió el sufrimiento. Durante incontable tiempo, vivió a expensas de todo lo que le ofrecía el lugar, sin pensar en que un día u otro se podían agotar los alimentos, pues no conocía el sentido de la pérdida, para él todo era ganancia. Hasta que un día introdujo su mano en las frías y saladas aguas, siendo incapaz de capturar un pescado que aplacara su apetito. Se ocultó el sol y volvió la luna y así muchas veces, mientras su estómago rugía imparable, sus articulaciones se debilitaban por momentos. Supo lo que era sufrir, padecer hambre intensa. Aquel sentimiento le obligó a moverse. Luchó por su supervivencia. En cambio desconocía la muerte, pero no el miedo a ella. La vivió por vez primera, el día que después de una aventurada caza, dio con más de cuatro ejemplares de pescado. Aquella cantidad era demasiado para él. Comió hasta hartarse, pero el último pescado no cabía en su estómago. Lo abandonó a su suerte. Una vez saciado, decidió tumbarse y dormir un rato, hasta que el cuerpo se lo pidiera.
Fue ese día y no otro cuando la vio a la perfección. Su madre apareció descalza, liviana como una nube y al mismo tiempo contundente en sus palabras. Le reprendió por abandonar agonizante al animal que esperaba la muerte justo a dos pasos. Le recordó que la Naturaleza de aquel Bosque, le otorgaría todo aquello que necesitase para su subsistencia pero que rugiría tremenda si se desperdiciasen sus ofrendas. Entendió enseguida el mensaje. Quiso retener a la madre unos instantes más para refrescar la mente con su imagen. Entonces fue cuando le concedió el deseo, bajó de la nube y se acercó a paso firme hasta su regazo, se tumbó a su lado y le susurró al oído. Le habló con tal delicadeza y ternura que conoció ese día la tristeza, o quizás fuese nostalgia confundida por la melancolía. Recordaba perfectamente como su madre le había prometido que en algún momento volverían de nuevo a encontrarse. Le dijo, como si de un bebé se tratase, que debía hacerse mayor, aprender y crecer y cuando se convirtiera en un hombre sabio, se unirían de nuevo. No habría lugar a una nueva separación. Sólo alcanzaría la sabiduría cuando supiera ver lo que se ocultaba allá dentro.

Se despertó ligero. Enjugó las lágrimas y corrió hasta el pescado que a duras penas mantenían un hálito de vida entre sus escamas. Devolvió el alimento a su lugar de origen y respiró con profundidad sabiendo que la Naturaleza no se ofendería por aquel descuido.
Sin advertirlo apenas, aconteció algo extraordinario, palpando a su derecha dio con un objeto largo y punzante, parecía un resto óseo, o quizás fuera algo diferente, pero no, lo observó incluso se lo acercó para oler su aroma, rancio, esa era la palabra. Lo agarró fuertemente y de repente arremetió con el objeto contra el suelo. Fue tan sumamente ágil y certero que en un primer golpe consiguió profundizar el doble de lo que había conseguido hasta entonces en tantas lunas.

Se irguió, algo había hecho estremecerse, fue una sensación cercana, no era esa la palabra, sería conocida, si, exacto, fue una sensación conocida. Acababa de descubrir algo. Acababa de obtener un método para agujerear aquella superficie dura y rígida que tanta opresión le causaba. Se mantuvo unos instantes recreándose en el placer que le ofrecía aquel sentimiento tan conocido al que no sabía calificar.

Con todo el tiempo del mundo, pues ahora ya sabía cómo hacerlo, se echó de nuevo cuerpo a tierra y con la destreza de un maestro y la ayuda de su punzón, trazó un surco. Cada día al salir el sol, sucumbió al encanto de aquella misión. Pronto el surco se convirtió en un hueco en el que cabía todo su puño. Sin desesperar, en ninguna de las ocasiones que le tocó ver el sol, cavó y cavó, cada día más hondo. Por aquel entonces, cuando su barba alcanzaba el borde de sus rodillas, el antes surco se había convertido en un pozo. Sabía que quedaba poco camino que recorrer, pero el tiempo que tardara en dejar pasar la luz era lo de menos. Su meta era alcanzar a ver que se ocultaba al otro lado. Respiró hondo. Volvió a hacerlo repetidas veces. Se sintió terriblemente acompañado. Como si de repente innumerables seres muy similares a él, se confundieran entre ellos. Solícito, se alegró de verles. Por vez primera sintió que existían otros seres iguales a él.

Fue envolvente la sensación de saciedad de estímulos, emociones y sensaciones que invadieron su cuerpo, su mente y su espíritu. Ahora su alma se nutría de todos y cada uno de esos elementos imprescindibles para alcanzar la dicha absoluta. Fue semejante al mayor orgasmo que nadie nunca pudo imaginar. Fue así como supo que ya no era él. Que ese concepto se había esfumado. Sus límites habían desaparecido, su corazón era el más grande del Universo, se había deshelado. Percibió como todo le pertenecía, como formaba parte de todo y cuanto sus ojos abarcaban. Resultaba que sus ojos lo podían ver todo que su corazón lo podía sentir todo que todo estaba en él y que ahora también se hallaba en aquellos seres que seguían su camino.