Había un robusto árbol, de tronco firme y gallardo en otros tiempos, que apuntaba al cielo como si de un antiguo obelisco se tratase. Desgraciadamente, ya no le quedaban hojas, ni casi ramas, ni verdor. Se trataba únicamente de un tronco limpio y pelado, viejo y ruinoso. Todo a su alrededor era árido e infértil, la tierra se extendía reseca, plagada de profundas grietas. El árbol con su insignificante aspecto, se encontraba al alcance de todos. Cualquiera que quisiera lo podía ver o advertir. Cualquiera podía hacerse cargo de su agónico estado, en cambio, nadie lo regaba, nadie lo cuidaba, a nadie parecía preocuparle lo que le había ocurrido a aquel roble reseco y exprimido.
Si era cierto, que de tanto en tanto alguien de entre toda aquella cantidad de personas que pasaban todos los días por delante, algún despistado se lo miraba de reojo, pensando en que aquello, aquel maltrecho obelisco, le parecía conocido. Pero nunca reparaban en su soledad, en su frágil y delicado estado, en que necesitaba alimento para sobrevivir, en que se le tenía que abonar y regar periódicamente para sacarlo del estado terminal en el que se encontraba desde hacía ya mucho tiempo. Eran estos, tiempos para los últimos suspiros.
Aquel día, una interesante joven, discreta y tenaz, se cruzó en su camino por casualidad, pues no era aquel su rumbo, en cambio, sin saber porqué había ido a parar hasta aquel desértico lugar, justo al mismo lugar en el que se encontraba el viejo árbol apenado que continuaba a duras penas arraigado a la tierra. Nadie conocía su dueño, nadie podía explicar quien lo había plantado. A todo el que se le preguntaba, contestaba lo mismo: “Cuando mis antepasados eran pequeños, el roble ya era viejo”.
Lo observó con detenimiento y sumo interés. Aunque le resultaba evidente que había perdido la belleza de otros tiempos, le pareció especialmente atractivo. Se acercó más, hasta llegar a tocarle la piel. Acarició con suaves movimientos la base del tronco reseco y exprimido, que clamaba agua a gritos desesperados. Tan pronto como lo llenó de caricias, sintió el irrefrenable impulso de hablarle, de preguntarle el motivo de su abandono, como había sido abandonado de aquella manera tan miserable. Pues a Judith, le parecía increíble que nadie entre toda aquella multitud de gente que cada día realizaba aquel trayecto, reparase en la debilidad de aquel magnífico ser.
Se encontraba sumida en estos profundos pensamientos, cuando le pareció escuchar una voz. Era ésta una voz gruesa, con carácter, era una voz de tono grave pero al mismo tiempo dulce y atractiva. Una voz antigua, ancestral, muy, muy viejecita, una voz con un tono de sapiencia por encima de todas sus particularidades. Se detuvo para quedar muy atenta ante lo que la voz le decía. Le pareció algo increíble, pero la voz emergía del propio árbol. No podría decir si provenía del tronco, de alguna de las escasas ramas, de la misma tierra, de las raíces, no podía concretar por donde.
La voz lo envolvía todo tiernamente, con una calidez extrema. La voz le devolvió las caricias, la abrazó en silencio y le dijo lo hermosa que era, lo fuerte y sensible, pero en ningún momento le pidió ayuda. Eso extrañó en demasía a la chica, pues hubiera sido normal que lo hiciese. No entendía como el roble no se dejaba llevar por la desesperación, sabiendo que si en breve no se actuaba, moriría sin remedio. Nadie, en toda la capa de la tierra, podría evitarlo y lo que es peor, solamente ella lloraría por su deceso. En tan escasos minutos como se conocían, había nacido entre ellos un indestructible lazo, tan potente, que ninguno de los dos permitiría nunca que nada le sucediese al otro.
La reacción fue rápida, era apremiante actuar. Debía conseguir hacer resurgir al roble como fuera. Ella era su amiga del alma y por tanto no podía dejarlo que se agotara definitivamente. Sólo de pensarlo le cogían temblores que recorrían su cuerpo en toda su magnitud. Sin dudarlo un solo segundo más, se alejó, sin antes advertir a su amigo roble que pronto regresaría para refrescarlo.
Judith tenía una importante responsabilidad en sus manos, pues ella sola no se veía capaz de recoger suficiente agua y alimento que ofrecer al roble. Tenía que confiar su problema a alguien, a alguien que se dignara a ayudarla. De otro modo no podría ser, lo que requería era la máxima colaboración posible. Tuvo una idea.
Se colocó justo en medio del camino y alzando los brazos, comenzó a hacer señales a los transeúntes para que se detuvieran a escucharla unos minutos. Con todo el coraje del que fue capaz, expuso el problema. Le mostró el estado del roble a todo aquel que tuvo la delicadeza de pararse. Nadie entendió nada. Les era imposible comprender la desesperación de aquella muchacha. No comprendían que se pusiera así por un viejo árbol feo y a un tris de esfumarse. Pero ella no tenía intención de desfallecer, ni desistir tan pronto. En el fondo, había presentido cual iba a ser la reacción de sus congéneres. Pensó, con acierto, que eran ignorantes, débiles, egoístas, sin valores y sin un ápice de comprensión.
Judith, regresó pensativa a los pies del roble. Se cubrió ligeramente la cara para que no se percatara de su pena y no pudiera distinguir las lágrimas que humedecían su rostro. Lágrimas que le llegaban hasta el corazón. Permanecieron durante un largo rato en silencio, envueltos por una soledad y una paz excepcionales. Era tan intensa la tranquilidad del momento, que fueron capaces de sentir y escuchar los pensamientos y emociones más íntimos. Fue así como afianzaron su conexión, una conexión indestructible.
La joven se sentía agotada después de un día tan intenso. Notó como el sueño estaba a punto de vencerle, aunque el mismo agotamiento le dificultaba dormirse. Finalmente, después de varios intentos, se encogió, enrollándose en sí misma, dejando que los poderosos pies del árbol la columpiasen suavemente con sus aún poderosas raíces. Fue entonces cuando soñó. Tuvo un premonitorio sueño que le dio una gran idea. Se despertó eufórica, convencida de que la solución estaba en sus manos. Pretendía darle una sorpresa a su amigo, por ese motivo evitó despertarlo para explicarle lo que había soñado. Caminó por el tramo de ladera, calculando de forma aproximada la distancia que separaba al roble del río. El caudaloso río situado en la falda del Bosque. Afortunadamente, bajaba más cargado que nunca de puras y transparentes aguas. La distancia era considerable. Le llevaría algunos días hacer un canal para conducir el agua hasta la base del árbol. Era consciente de que sería un trabajo largo y costoso, pero no tenía ninguna otra opción. Si no era así, de otro modo el roble se acabaría secando en pocas semanas y entonces no se podría hacer nada para reavivarlo.
Bajó hasta el pueblo a comprar las herramientas necesarias para poder realizar el trabajo que se había propuesto. Una vez hechas las compras correspondientes, cargó el coche y se adentró en el Bosque, en un lugar muy próximo a la orilla del río. Comenzaría a hacer la canalización desde la orilla hasta llegar al árbol. Así le daría una grata sorpresa a su amigo. No tenía tiempo que perder. En cuanto iniciase el trabajo, no dispondría de tiempo para ir a conversar con él como hacía todos los días desde que lo conociera, pues esos minutos los debía emplear en trabajar afanosamente en la meta que se había trazado y en la que invertiría toda su fe y toda su voluntad.
El primer día trabajó de sol a sol, pero aún así, sólo consiguió avanzar unos pocos metros. Su corazón se aceleró cuando observó con sus propios ojos como las aguas surcaban abriéndose camino. Era justamente lo que pretendía. Aquello le imprimió ánimos para al día siguiente comenzar con más fuerzas. Era una calurosa mañana en la que el sol resplandeciente le provocó algún que otro ligero desfallecimiento, momentos en los que precisó hacer breves descansos para reponerse antes de continuar con la agotadora labor del pico y la pala.
Se encontraba totalmente ocupada en su quehacer, sacando tierra, que no se percató de que estaba acompañada. Fue un extraño sonido lo que la alertó. Buscó a derecha e izquierda sin ver nada y continuó cavando. A los pocos segundos volvió a detenerse esta vez algo inquieta, aquel sonido de nuevo. Decidió seguir sin bajar la guardia, en el fondo no era miedo lo que sentía, estaba segura de que no tenía nada que temer. Por tercera vez escuchó claramente el ruido de un cascabel. Levantó la vista al frente, ante su escrutadora mirada descubrió un diminuto ser de aspecto podría decirse que bondadoso. Una larga y cuidada barba blanca de aspecto sedoso caía sobre su panza que se movía al mismo ritmo que el vaivén de su pequeñísima pala, con la que a su vez ayudaba a Judith a sacar tierra de la oquedad. Era tanta su pasión y energía que podría decirse que su trabajo cundía tanto como el de ella. Tan pronto como Judith pudo reaccionar, saludó dichosa a su simpático compañero. El curioso gnomo del Bosque se la quedó mirando un breve instante sin mediar palabra, para continuar su trabajo al mismo tiempo que comenzó a emitir una profunda melodía que hacía más llevadera la tarea en la que se había enfrascado. Judith, quedó extraña por no ser capaz de averiguar como el gnomo canturreaba, pues no apreciaba el movimiento de sus labios, era como si la música estuviera arraigada en su interior. De forma amigable, intentó explicar al diminuto ser la finalidad del arduo trabajo, aunque éste no le dejó. Habló, como si la hubiera estado observando desde el primer día:
- Sé muy bien que es lo que te ha llevado a trabajar con tanto ahínco y perseverancia. Estoy aquí para colaborar. Es la tuya una causa respetable y sincera. No tenemos tiempo que perder, continuemos con la labor. – Zanjó, volviendo a clavar su pala en la tierra a un ritmo ferviente.
Para su sorpresa, el laborioso gnomo del Bosque le indicó que en cuanto se sintiera cansada, descansase todo el tiempo que necesitase, él estaba en plena forma y no precisaba ninguna pausa, más que para tomar un bocado. Era muy hábil con el pico y la pala, pues en sólo una tarde avanzó más que la chica en dos jornadas, aunque pareciese imposible. Le agradeció enormemente a su nuevo compañero que no la distrajese con inoportunas preguntas y que se dedicase únicamente a hacer el trabajo. Durante una de las pausas en la que Judith detuvo la tarea unos minutos, intentó analizar la predisposición que aquel hombrecillo tenía. Le pareció un ser algo extraño y sumamente reservado, al mismo tiempo delicado y entrañable. En algunos momentos notó como si el gnomo del Bosque pudiera leerle el pensamiento, como si fuese capaz, en todo momento, de saber lo que quería o necesitaba, pues antes de que dijera una palabra, sorprendentemente, él ya le había contestado.
Habían pasado ya cuatro días desde el inicio de los trabajos del canal. Hacía unas horas, algunos transeúntes se acercaban a observar como el excelente voluntario y Judith, trabajaban duramente sin siquiera agotarse. Algunos de aquellos ignorantes, decidían marcharse entre comentarios de desprecio y absurdas burlas. En cambio, para extrañeza de Judith y su compañero, una mayoría acabó deteniéndose interesados. Aún no se sabe como sucedió, pero la actitud de los curiosos al ver tanto énfasis y coraje, cambió bruscamente. Más de uno decidió contribuir aportando nuevas herramientas, más prácticas y funcionales, otros participaron cediendo horas de su tiempo libre. Los más ancianos y aquellos que no podían realizar esfuerzo físico, se encargaron de tener comida y bebida para los trabajadores. Al quinto día ya podían ver el roble a sólo unos cien metros de distancia. Las aguas del río, surcaban rápidas el canal aprovechando el ligero desnivel. Tanto la joven como sus ayudantes, no consentían en desfallecer. Aunque a ella, en ningún momento, nadie le pidió el motivo de aquel esfuerzo, todos trabajaron a una, formando un fabuloso e increíble equipo, al que nada podría detener hasta alcanzar la meta.
El viejo roble, atento a todo lo que sucedía, hacía varios días que los había descubierto desde la lejanía. Se sintió de nuevo esplendoroso y afable, algo que siempre fue habitual en él. Las lágrimas que le provocaron el conocer que su resurgir estaba cercano, lo ayudaron a mantenerse firme unos cuantos días más. Fueron esas lágrimas derramadas las que lo alimentaron durante la espera. Fue también, el agradable frescor de las aguas que surcaban cercanas y la humedad que penetraba en la tierra, humedad prontamente percibida por sus profunda y poderosas raíces.
Al sexto día casi estaban a menos de cincuenta metros de aquellas raíces. Judith, el laborioso gnomo y los que se añadieron a la tarea, no cesaban de trabajar codo con codo, entre risas y chanzas. Otros cuantos jóvenes, recién llegados, se acercaron también prestos a colaborar. Todo el que quiso participó en la importante tarea de devolverle la vida al viejo roble, que parecía que estuviera hecho de duro acero, más que de tierna madera, su resistencia a las calamidades lo constataba.
Casi sin que nadie se diera cuenta y mucho antes de dar por finalizado el canal que alimentaría el árbol y lo llenaría de vida, la tierra de los alrededores había comenzado a sanar sus heridas, las grietas se iban cerrando, lentamente pero a buen ritmo. Incluso, en algunos rincones, habían comenzado a aparecer las primeras hierbas, de un verde reluciente de agradable aroma.
Al séptimo día, fue un pequeño y espabilado chiquillo el primero en percatarse del cambio que se estaba produciendo. Con sus gritos de alegría, provocó que todos los presentes se dirigieran hacia el viejo roble.
La chica estaba a punto de dar el último toque de gracia. De repente les aguas claras y cristalinas del caudaloso río, cubrieron la base del árbol, que tan pronto notó el purificador líquido en su piel, comenzó a enderezarse, adquiriendo un nuevo y augusto aspecto. Recuperó su altura y sobre todo la luz para apartarlo definitivamente de la penumbra.
Las voces corrieron rápidas de boca en boca, en pocos minutos casi todo el mundo en la zona estaba al corriente del renacimiento del viejo roble. Los más ancianos se hacían cruces de cómo se había producido el cambio, algunos comentaron que podía tratarse de un milagro. Instintivamente, la gente formó un interminable círculo asiéndose de manos, rodeando el tronco y nutriéndose de su fuerza y firmeza. Todo aquel que se acercaba con buena voluntad descubría algo que no podía describir con palabras. Aunque cada día que pasaba se unían más personas, nunca nadie pudo decir si finalmente se había podido completar el círculo. Nadie se había dado cuenta todavía, de que las ramas del viejo roble milenario podían llegar a los rincones más insospechados.
Judith y su amigo gnomo se miraron orgullosos. Cada día de su vida, la chica acudía a sentarse a los pies del árbol, para continuar con sus conversaciones, sobre todo a escuchar sus palabras, plenas de grandeza y buenos consejos. Estos eran los momentos más enriquecedores de la jornada. Cuando sus congéneres descubrieron ese placer, la imitaron sin dudarlo.
Lo más sorprendente de todo fue descubrir que nunca al lado del roble se hacía de noche. El día entre sus brazos, era eterno.